Hoy me llevé dos manzanas rojas a mi clase. Los niños no lo vieron, pero lancé una de las manzanas un par de veces al piso, aunque a primera vista ambas lucían igual.
Tomé la manzana que se había caído varias veces al piso y empecé a decir lo fea que era: deforme y de color asqueroso.
Luego les pedí a los niños que se unieran a mí (creo que ya estaban pensando que estaba loca) y que le dijeran algo malo a esa manzana. Recibió muchos apodos horribles: «Manzana apestosa», «Nadie querrá comerte», etc.
Incluso sentí lástima por ella.
Y luego tomé otra manzana en mis manos y empecé a elogiarla: «Eres una manzana hermosa», «Tu piel es fascinante», «Tu color es muy bello». Les enseñé a los niños ambas manzanas, era imposible distinguir cuál era cuál, ambas lucían apetitosas y jugosas.
De pronto tomé un cuchillo y corté ambas frutas en dos mitades: una estaba bella por dentro y la segunda, a la cual le habíamos dirigido un montón de palabras feas, estaba golpeada y con manchas.
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Creo que en ese momento a los niños se les iluminaron unos focos en las cabezas. Lo mismo sucede en la vida: cuando le decimos palabras hirientes a una persona, dejamos en su alma dolor y sufrimiento, tal como las manchas en la manzana.
Al convertirse en víctimas del bullying, las personas (especialmente niños) a menudo no muestran lo que sucede en sus almas, y si no fuera por las manzanas, no lo hubiéramos visto. Por fuera la persona puede lucir feliz y contenta, pero puede esconder por dentro mucho dolor causado por alguien.
Y nosotros podemos corregirlo. Podemos enseñarles a nuestros hijos el daño que causan las palabras de odio.
Podemos enseñarles a nuestros hijos a protegerse mutuamente, a ser más bondadosos. Una palabra no es un puño y no puede golpear, pero puede herir el corazón. Así que ten cuidado con lo que dices.
Fuente: © Relax Kids Tamworth / Facebook