El supermercado de la localidad sueca de Älmhult es como el que puede haber en su barrio.
Tamaño medio, bien organizado, un pescadero simpático bautizado como Lars, y unos carteles llamativos que te informan de las ofertas del día.
Hoy, el salmón, a nueve dólares el kilo. Pero en el de esta localidad del sur de Suecia de apenas 9.000 habitantes ocurre algo que seguramente no pasará en su súper de barrio: aquí compra a veces, y en persona, Ingvar Kamprad, el multimillonario fundador de Ikea.
Kamprad, con 90 años, vivía hasta hace unos años en Lausana (Suiza). Pero en 2011 murió su mujer y poco después regresó a casa, a Småland, sur de Suecia. Muy cerca de allí está Älmhult, donde se mantiene la sede de una empresa que él fundó en 1943.
Al veterano empresario le gusta pasear por los bucólicos bosques que rodean Älmhult y aprovecha para saludar a alguno de los 4.000 trabajadores (casi la mitad del pueblo) que trabaja directa o indirectamente para Ikea.
Y, claro, compra en el súper del pueblo.
Cuando llega al estante de los lácteos, Kamprad mira con sus ojos cansados la fecha de caducidad de los productos.
Y compra los brick de leche y los yogures que están a punto de desperdiciarse. “Le parece intolerable que se tiren los alimentos y las cosas que todavía pueden tener un uso”, informa un concienciado trabajador del establecimiento.
Esta filosofía del fundador es la que lleva transmitiendo a sus empleados todos estos años. Algunos podrán pensar que es tacañería.
No lo ven así en el pueblo. “No creo que sea tacañería. Se trata de ser conscientes de los costes.
Somos gente generosa, pero no queremos pagar más de lo necesario”, comenta Marcus Engman, 50 años, Director Global de Diseño de Ikea.
Ese lado más humano (y ahorrativo) de Kamprad es una de las facetas en las que incide el documental que en breve se estrenará en la televisión sueca y que ha sorprendido a quienes ya han tenido la oportunidad de verlo.
Es la otra cara de este empresario cuya fortuna se estima en 64.000 millones de dólaress —en 2006 la revista Forbes lo situó en el cuarto puesto entre los hombres más ricos del mundo— y que, sin embargo, viste de mercadillo.
“No creo que haya una sola prenda de las que me pongo que no haya sido comprada en un mercadillo de segunda mano. Eso significa que quiero dar buen ejemplo”.
Tampoco es partidario de derrochar en peluquería, sobre todo desde que, según reveló, una factura de 22 dólares por un rapado en Holanda le trastocó el presupuesto.
Desde entonces usa un mapa del mundo para elegir peluquero.
“Normalmente me corto el pelo cuando estoy en un país en desarrollo. La última vez fue en Vietnam”, explica.
Hasta hace muy poco, cuando le convencieron de que por su edad debía dejar de conducir, seguía poniéndose al volante de su Volvo 240 de 1993 (robusto y duradero) y en una ocasión le negaron la entrada a una entrega de premios porque vieron que se bajaba de un autobús.
En avión, prefiere viajar en clase turista. Es de los que se hace sus cuadernos con folios usados que aún tienen una cara en blanco (¡las selvas del mundo se lo agradecen!) y ha sido visto llevándose sobrecitos de sal y pimienta de los restaurantes.
Actualmente ha dado un paso atrás y son sus hijos (tiene cuatro) quienes están al frente de la empresa. No obstante, su sello en Ikea sigue vigente.
Los empleados de la compañía de venta de muebles se rigen por un código de conducta —lo llaman la “Biblia de Ikea”— que decreta, entre otras cosas, que “malgastar recursos en un pecado mortal” y “uno de los mayores males de la humanidad”.
Podría decirse que Kamprad y su empresa es uno (el nombre de la compañía contiene sus iniciales y las de su lugar de nacimiento). Si todos vieramos el mundo así ahorrariamos muchos recursos y probablemente tendríamos un planeta mas saludable.
Telegraph