No son pocas las personas que se privan conscientemente de ser felices. Un lujo que no pueden permitirse, ni por educación ni por cultura ni por religión. Es más, muchos de ellos se sienten culpables en el mismo momento en el que experimentan una situación de bienestar, como si se tratase de un pecado capital. Como si socialmente no estuviese bien visto o fuese una reacción egoísta para con los suyos. El mundo debe ser gris para ellos, disfrutar de la vida no está en su hoja de ruta.
Salud, trabajo, ausencia de deudas, amorâ?¦ Una vida que cualquier mortal envidiaría, más aún hoy en día, pero lo que más llama la atención es que muchos de estos afortunados son infelices. Tenerlo todo no es sinónimo de felicidad. En ocasiones hasta es justo lo contrario.
Un fenómeno mucho más común de lo que podría parecer que, según ha teorizado la psicoteperauta Marthé Couchevellou, se asienta en el clásico cuestionamiento existencial de â??quiénes somosâ?? y â??adónde vamosâ??. Un círculo vicioso del que es difícil salir cuando se comprueba que hay otras personas menos afortunadas que uno pero más felices, lo que refuerza el malestar y la frustración por comprobar que el problema somos nosotros, que no sabemos disfrutar de las cosas.
Las raíces en las que se asienta esta â??patologíaâ?, que nos incapacita para ser felices, se remontan, normalmente, a la infancia. Los niños que han sido educados por padres demasiado exigentes tienen la autoestima baja, se ven condicionados a satisfacer las necesidades de su entorno antes que las suyas propias y, como consecuencia, no fijan el bienestar como horizonte vital, según explica la experta en psicología Isabelle Taubes en Psychologies.
Para ser amados tienen que entregar su vida a los demás. Asimismo, añade Taubes, los â??inadaptados crónicos a la felicidadâ? pueden haber sido educados en un hogar con padres tendentes a la depresión. â??Crecen en una atmósfera en la que los padres ven el mundo con gafas oscuras y le trasmiten a sus hijos una visión de la vida en blanco y negroâ?.
La â??adaptación hedonistaâ? como barrera para la felicidad
Todos tenemos derecho a ser felices. Es más, para algunos psicólogos incluso se trata de un deber. De lo contrario, esta animadversión puede convertirse en una fuente de depresión. Sobre todo, cuando se junta con otros síntomas, como un sentimiento de vacío existencial, desánimo, insomnioâ?¦
Para Couchevellou, la denominada sociedad de la abundancia es un terreno abonado para que se reproduzca este fenómeno. â??Hemos heredado de nuestros padres un ideal materialista. Si ellos tuvieron una juventud dura, llena de privaciones e, incluso, hambre, ahora inculcan a sus hijos que la verdadera felicidad es justo lo contrario: el tener sobre el ser, el consumismo y lo material como forma de desarrollo vitalâ?, lamenta la psicoterapeuta. Como consecuencia, cuando se ha tachado todo en la lista (la casa, el coche, el perro, el smartphoneâ?¦) creemos que ya hemos colocado los pilares de la felicidad. Craso error. Se confunde lo accesorio con lo vital.
Estos clichés no ayudan a la autorrealización personal. Se trata de lo que algunos psicoanalistas denominan el complejo de Papá Noel en los adultos: todo el mundo puede tener todo. Una ilusión o pulsión que, a la larga, acaba atrofiando la capacidad para disfrutar de las cosas y de la vida en general. Una disfunción que se denomina â??adaptación hedonistaâ?, por la que nos acostumbramos rápidamente a lo bueno y, como consecuencia, dejamos de disfrutarlo.
Desde la psicología positiva se han desarrollado metodologías para combatir este estado de insatisfacción constante derivado de la â??adaptación hedonistaâ?. Evitar las rutinas, salir de la monotonía, diversificar y multiplicar las actividades diarias, mentalizarnos de que podemos perder lo que tenemos para cuidarlo y apreciarloâ?¦ Sin embargo, cada uno es diferente y las soluciones universales para alcanzar la felicidad no existen. Lo único que puede afirmarse es que cada maestrillo tiene su librillo, y que debemos de ser nosotros quienes busquemos activamente la felicidad, pues nunca nos vendrá regalada por sí misma.
Fuente: El COnfidencial