La frase fue dicha por una mujer joven en análisis, refiriéndose a que los hombres que se le acercan lo hacen con una expectativa de tener sexo ya en el primer encuentro, algo a lo que ella no está dispuesta; aún si solo le interesara una aventura ocasional, necesitaría de algo más de tiempo para encender su cuerpo y su deseo.
Pero, añade, como esos hombres tienen tantas mujeres disponibles, su negativa, o mejor dicho su diferición, le traen como consecuencia que no hay una segunda salida.
Nos interesa mucho la correlación negativa que su frase expone. Nos interesa tanto que probablemente con el tiempo a esta nota le siga un texto extenso o un seminario o parte de un seminario en torno a su dicho. Por ahora, un par de puntualizaciones.
En primer lugar, lo que ella habla puede pensarse en términos de una condición que yo pensaría como estructural, a saber, cierto punto frágil, precario, inestable, en la articulación que une o junta el deseo con el amor. Si puede funcionar bien, igualmente puede descoyuntarse con facilidad, separando ambos términos; no es una soldadura sólida. Eso hace posible tanto un intenso amor de tintes platónicos o predominantemente tiernos como un intenso erotismo aunque lo amoroso en sí falte a la cita. Y tampoco la soldadura, cuando existe, se sabe seguro su duración: puede disyuntarse, por los más variados motivos, como la rutina de una larga relación, frecuentemente invocada en las relaciones de pareja estables, sin que por eso haya que poner el amor en duda. Conviene tener presente que la imagen de empalme a la que apelamos es algo mecánica, ya que de hecho cada uno de los términos se infunde en el otro, transformándolo, por lo menos durante el tiempo en que la articulación funciona bien, que es extremadamente variable, desde toda la vida a unos pocos años; insisto, no hay modo de tener certeza previa al respecto.
En segundo lugar, la afirmación de la mujer –una mujer sensible e inteligente- contiene una dimensión histórica en la que es preciso detenerse: no siempre fue tan fácil alcanzar la satisfacción sexual sin tener los hombres que acudir a las prostitutas; no siempre hubo tanta reluctancia masculina para comprometerse en un vínculo a fondo. La paradoja de una facilidad que dificulta puede explicarse un poco por el costado de lo que vengo pensando, siguiendo indicaciones de Winnicott, como una condición indispensable para que haya experiencia de alteridad, y que es el encontrar oposición. Lo que es otro se nos opone, no en el sentido de una disputa, en el plano más sencillo que pueda imaginarse, se opone por ser otra cosa, por no ser nosotros mismos. Tropezamos con la alteridad, es la experiencia de un tropezón. Esto aclara porqué tantas veces lo que será un amor importante empieza como mutua antipatía, tendencia al roce, desafinamiento. Todo un indicador de que algo puede suceder entre esos dos. Y lo mismo para la amistad.
Se objetaría la excepción del flechazo: lo que le pasa a Romeo; pero, además de que en esas situaciones no tan comunes hay razones de contexto que dan que pensar (aquí la atracción del joven por una chica imposible, al pertenecer a la familia enemiga), hay que observar que ese rápido enamoramiento no desemboca dos minutos después en un coito apresurado: también requiere su tiempo, sus difericiones. Hay mayor velocidad, pero respetando secuencia. No se saltean pasos en procura de una satisfacción inmediata, solo se acortan los lapsos o se eluden las formalidades más ceremoniales, como cuando una pareja decide irse a vivir juntos a los pocos meses de conocerse.
Literalmente, lo que la paciente describe es la búsqueda de una relación con un objeto, la mujer en este caso, no la relación -corta o larga, fugaz o duradera- con otra persona. Las actuales condiciones culturales, fruto de una extensa historia, han desembocado en facilitar al máximo la objetalización del partenaire, reduciendo su coeficiente de alteridad. Justo cuando por otros lados tanto se ansía la diferencia.
Un enorme efecto de todo esto es la banalización extrema de la sexualidad. Como si dijéramos que el erotismo sin una pizca de amor se desintegra, se desmigaja rápidamente. Otro paciente, un hombre joven también, contaba su visión del coito como algo muy aburrido, reiterativo, de escasas variaciones, lo que tenía mucho que ver o todo que ver con su enorme dificultad para amar a una mujer, para enamorarse de ella. Entonces describía aquella situación como un repertorio de combinaciones mecánicas, lo cual estaba relacionado con cierta modalidad autista de fondo, poco evidente a la vista.
Como para revalorizar las antiguas represiones, los obstáculos, las interdicciones que padecía en otro tiempo el amor fuera de los cánones de normalidad social. No porque deseáramos retornar a ellos, sí para apreciar su papel en la constitución de ese oposicionamiento sin el cual el otro no se constituye como tal. De hecho, cuando encontramos hoy parejas de larga data donde lo erótico está viviente, solemos escuchar una historia sembrada de ciertas y largas dificultades para lograr su meta de vivir juntos, como por ejemplo borrascosas relaciones previas, guerras de separación, etc.; digamos, dificultades existenciales que pusieron a prueba el amor y lo fortalecieron. No faltan en casos así ni siquiera baches en la trayectoria misma del estar juntos, distanciamientos y reencuentros que los tuvieron como condición, volviéndose a descubrir como otros.
Cabe el comentario de Winnicott relativo a que al amamantarse sin discontinuidades el bebé se satisface además de nutrirse, pero a la par todo ese proceso poco y nada aporta a descubrir a la madre en tanto otra. Sí lo descubre cuando choca contra un deseo de ella de otra cosa que él mismo, o de una intervención materna que no le aporta placer inmediato y fácil sino tener que esperar o que renunciar.